Suerte del silencio, de Mery Yolanda Sánchez

Los homicidas de un suicida tienen fortuna. Nunca se sabe de sus rostros, aunque se hacen necesarios para el concierto de culpas. Al Estado no le importan los suicidas, la Iglesia los destierra. Los suicidas se llevan las mejores conclusiones.

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Si la vida fuera una oración, un verso, un párrafo, la muerte sería el punto final. ¿Pero, quién lo pone?

La visión de la Cruz

 Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus lechos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz extenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios; no era aquél por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel árbol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el árbol del Señor.

  Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que debieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemorizado por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar colores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:

  «Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui talada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apoderaron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espectáculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus criminales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.

  «Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a precipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.

  «Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.

  «Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba bañada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones debí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tormento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.

  «Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe; yo vi todo aquello.

  «Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me incliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de sangre, herida por las flechas.

  «Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.

  «Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepulcro a la vista de quien le había dado muerte. Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.

  «Mas nosotras permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron; el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos enterradas en un pozo profundo.

  «Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata.»
 
 
***
 
Poema anglosajón anónimo escrito, posiblemente, en el siglo IX. Un poema que oscila entre la sospecha y la fe las cuales, al mismo tiempo, se manifiestan igual de sinceras. Es difícil negar que el poema sea de un poeta inglés.
Poema traducido del inglés antiguo por Martín Hadis.


YO SOY…, de Alejandra Pizarnik


mis alas?
dos pétalos podridos

mi razón?
copitas de vino agrio

mi vida?
vacío bien pensado

mi cuerpo?
un tajo en la silla

mi vaivén?
un gong infantil

mi rostro?
un cero disimulado

mis ojos?
ah! trozos de infinito

 

***

El pesimismo puede conducirte a la sola lamentación, pero también puede llevarte a elaborar imágenes potentes en las cuales pensar. La última parece indicar una naturaleza, una tarea, una misión o, quizá, un regalo.

Tratando la sombra roja, de Alejandra Pizarnik

su soledad maúlla
ceros y ceros
vertiente de olores ingenuos
retina ante desconocido
las brisas sonantes
retornan picando
su ser de sonrisas
y dientes abiertos
reír en la noche soleada
del vigoroso participio
 
 
***
 
Aunque muchos lo han leíd0 como un poema de anhelo del amante, creo que en realidad es un poema que afirma el yo en su propio erotismo y corporalidad. Una corporalidad animal que hay que tratar, que hay que cuidar. ¿Qué es la sombra roja, cuál, el participio?

El hada del Champú, de Jang Jung-il


Al joven no le gusta el suspenso, 
ni las noticias locales, ni los deportes, ni polémicas películas foráneas.
No le gusta ver nada de eso. Siente nauseas cuando ve 
a otras mujeres salir al aire. Solo la ve a ella.
La espera, a la mujer de las ocho treinta. ¿Quisieras verla?
Ella publicita durante quince segundos el champú de una compañía.
¿Quisieras verla?

Nos saluda amablemente. “¿Cómo están?”
susurra con una sonrisa.
Viste un pijama con un patrón de lunares azules,
cuando aparece tiene su cabello enjabonado con champú.
Un arcoiris de espuma 
llena la pantalla de la T.V.
Y entonces el hada del champú susurra,
“El nuevo champú, el champú que has elegido, 
con su deliciosa fragancia, 
el champú que usa todo el mundo.
Quizá te enamores.”
Esto es lo que ella susurra. 

Hay una corporación de la belleza corporal.
Una preeminente empresa asiática de la belleza corporal.
Y para nosotros hay un hada. La única que todavía existe,
el hada del champú que vuela hacia nosotros a las ocho treinta, arrojándose
desde la pantalla de la T.V. Por quince segundos ella parlotea 
y luego desaparece detrás de la pantalla oscura.
Cada noche a las ocho treinta la misma publicidad aparece.
Por favor, espera.

Luego del comercial, el joven apaga perezosamente
la T.V. Cada noche él solo necesita quince segundos.
Y mira las imágenes. Recolecta imágenes de ella
que adora con amor no correspondido.
Decora, incluso, su habitación con ellas.
Imágenes de ella con blanca sonrisa,
vistiendo un vestido de baño, vistiendo
un traje ecuestre, toda una colección.
Y con una cuchilla las recorta.
Con una hoja de afeitar recorta los labios del actor 
que está a punto de besar en la escena de una película.

Hacia las once de la noche, cuando la noche refulge de frases comerciales
¿No es el hada del champú la que susurra en voz baja?
¿No es su canción un eco en su cabeza?
Úsala, úsala, siente
la fragancia del amor. ¿No late su promesa acaso
en el corazón? Te visitaré esta noche,
le promete en el anuncio. La cabeza del joven 
refulge de deseo.

El hada se quita la ropa. Se acuesta
oblicuamente sobre el sofá cundido de quemaduras de cigarro
y se hunde misteriorsamente; misteriosamente
el hada susurra con sus labios ardientes
-“Ven aquí, pequeño”. 
La medianoche refulge de fantasías, y entonces 
el hada del champú se apodera de su cabeza 
y la huele. “Debiste usar lo que te recomendé.
Claro que sí, ¿cierto?”

Doce treinta a.m. El joven quiere hablar sobre 
otra cosa además de champú. Quiere intentar 
otra cosa. Pero qué rápido huye el hada
poniéndose sus zapatillas. “Muy bien hecho.
Para el cabello, nuestro champú es el mejor.
Continúa usándolo.”
Arrastrando su pijama rosa
el hada del champú desaparece.
Por favor, quédate un poco más, solo un poco.

El joven despierta del sueño,
y tipea en su máquina de escribir,
clank, clank, clank.
Hay una preeminente corporación de la belleza corporal
y la única hada que existe 
es el hada del champú.



***
 
Este es un ejercicio de traducción que hice exclusivamente para este blog. Su autor es Jang Jung-il, poeta coreano prácticamente desconocido en español. La fuente de esta traducción es una versión en inglés que se puede consultar a través de este enlace

Poema de Marina Tsvietáieva


A Borís Pasternak

La dis-tancia: verstas, millas…
nos han dispersado, nos han aislado
para que nos comportáramos silenciosamente
en extremos distintos del mundo.

La dis-tancia: verstas, lejanías…
nos han apartado, nos han escindido
separando nuestros brazos, crucificándonos,
sin saber que somos una unión

de inspiraciones y tendones…
No nos malquistaron, no pudieron enemistarnos;
sólo nos dividieron…
El muro y la fosa.
Nos separaron, como a dos águilas

conspiradoras: verstas, lejanías…
No nos quebrantaron, nos consumieron.
En los barrios perdidos de la Tierra,
como a los huérfanos, nos agolparon. 

Es marzo, ¿¡pero cuál marzo!?
Nos han cortado como a las cartas del mazo.

(Publicado en la Revista de la Universidad de México. Traducción de María del Mar Gámiz Vidiella)

***


Godzilla en México, de Roberto Bolaño


Atiende esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la ciudad de México
pero nadie se daba cuenta.
El aire llevó el veneno a través
de las calles y las ventanas abiertas.
Tú acababas de comer y veías en la tele
los dibujos animados.
Yo leía en la habitación de al lado
cuando supe que íbamos a morir.
Pese al mareo y las náuseas me arrastré
hasta el comedor y te encontré en el suelo.
Nos abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que íbamos a iniciar un viaje,
uno más, juntos, y que no tuvieras miedo.
Al marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró los ojos.
¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas, abejas, cifras equivocadas
en la gran sopa podrida del azar?
Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos y secretos.

***

Bolaño peleaba contra sus propios godzillas en Barcelona cuando México fue devastado por un terremoto por allá en 1985. No estaba, por tanto, leyendo, ni su hijo viendo la T.V. Solo la empatía y el amor al pensar en esa gente con la que se topó alguna vez y pensarlos en una angustia que no es posible recrear ni entender.