Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus lechos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz extenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios; no era aquél por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel árbol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el árbol del Señor.
Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que debieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemorizado por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar colores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:
«Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui talada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apoderaron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espectáculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus criminales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.
«Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a precipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.
«Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.
«Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba bañada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones debí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tormento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.
«Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe; yo vi todo aquello.
«Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me incliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de sangre, herida por las flechas.
«Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.
«Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepulcro a la vista de quien le había dado muerte. Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.
«Mas nosotras permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron; el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos enterradas en un pozo profundo.
«Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata.»
***
Poema anglosajón anónimo escrito, posiblemente, en el siglo IX. Un poema que oscila entre la sospecha y la fe las cuales, al mismo tiempo, se manifiestan igual de sinceras. Es difícil negar que el poema sea de un poeta inglés.
Poema traducido del inglés antiguo por Martín Hadis.